martes, 12 de abril de 2011


SE INICIA UN CAMBIO HITÓRICO.
La revolución tunecina ha prendido la mecha y ha desencadenado una serie de acontecimientos en serie que arrastran a la lucha a millones. En mes y medio se han producido movilizaciones históricas en el Magreb y el Próximo Oriente. Ya han caído dos dictaduras, la tercera, en Libia, se debate en una guerra civil abierta. El imperialismo completamente cogido con el paso cambiado intenta crear un cortafuegos para ahogar las ansias de libertad de los pueblos. Su aliado Israel ve cómo el tejido de relaciones de subordinación, creado a través de los EE.UU. con los viejos dictadores, se va hundiendo. El orden postcolonial, y el de la Guerra de los Seis días del 67 que impuso el estado sionista, se tambalean. 
 
Los elementos que encontramos en el levantamiento de masas en Túnez, Egipto, Libia, Yemen, Bahréin y Jordania tienen elementos comunes. Por un lado, la lucha contra dictaduras que durante décadas han mantenido un férreo poder basado en la represión sistemática, conjugada con la apropiación de enormes fortunas mientras la población pasaba penuria. Por el otro, hoy se añaden dos componentes inseparables: 1) paro y precariedad agravada con la crisis mundial, 2) la subida del precio de los productos básicos por la especulación con los alimentos.
Más allá del Magreb y Próximo Oriente, los mismos ingredientes están presentes en otros lugares del mundo, por ello regímenes tan lejanos como el chino tiemblan por la llegada de los ecos de la revolución. Lo que el pueblo tunecino ha puesto sobre la mesa es la afirmación de que si luchamos juntos es posible ganar. La movilización de masas en Egipto demuestra que el ejemplo se puede repetir en países mucho más grandes y más importantes para el imperialismo.

Las revoluciones de Túnez y Egipto rompen el orden postcolonial. Los movimientos de liberación nacionales del norte de África y Oriente Medio, en los años 50 de la postguerra europea, echaron abajo el dominio colonial de la región, controlado esencialmente por los dos viejos imperios: Francia y Gran Bretaña.

Pero la mayor parte de los nuevos regímenes postcoloniales condujeron a dictaduras que acabaron sometiéndose al imperialismo, el de la vieja metrópolis, y muy especialmente al nuevo gendarme mundial norteamericano. Las nuevas clases dirigentes recurrieron a la represión sistemática para permanecer en el poder y acumular enormes riquezas. Aplican las medidas dictadas por el FMI a mediados de los 80 y los 90, con privatizaciones masivas que entregan la riqueza nacional a las multinacionales a precio de saldo, y dejan buena parte del pastel en el entorno familiar. Es así como el clan Ben Ali llega a controlar la banca, los transportes y las telecomunicaciones en Túnez, o como Mohamed VI obtiene el control, directo o indirecto, del 60% de la bolsa de Casablanca.


Al otro extremo del Norte de África, Mubarak acumulaba una enorme fortuna personal que se estima entre 40.000 y 70.000 millones de dólares. No digamos ya las fortunas de las familias que dominan la península arábiga. Gadafi estuvo entre los últimos que se plegaron al imperialismo, cuando desde el año 2000 buscó la instalación de multinacionales petroleras y empezó a firmar acuerdos con la UE en materia de inmigración y lucha antiterrorista. Los aviones que disparan hoy contra las fuerzas insurgentes en Libia son de fabricación norteamericana, francesa y rusa.
 La ola revolucionaria en el Próximo Oriente y el Magreb recuerda la caída en cascada de las dictaduras latinoamericanas de los 80, o, más aún, el derrumbe del estalinismo en la exURSS y el este europeo. Pero la diferencia es notable, pues en los 80 el imperialismo estaba a la ofensiva, con la llamada globalización y el neoliberalismo, permitía recuperar la tasa de beneficio con fuertes procesos de concentración de la riqueza. Esa iniciativa política permitió al imperialismo detener las revoluciones con regímenes parlamentarios más o menos estables, lo que nosotros llamamos la «reacción democrática».

Sin embargo hoy la situación es muy distinta: la crisis del sistema capitalista es de dimensiones históricas y el imperialismo se ha empantanado militarmente en las guerras de Afganistán e Irak. Esto es lo que explica las indecisiones sobre una intervención militar sobre Libia, para la que se exige un amplio «consenso» internacional, es decir, que no haya resquicios para la crítica y que los costes queden repartidos. Tal «consenso» se está gestando porque hay algo en lo que todos están de acuerdo: cortar de cuajo la ola de ascenso revolucionario y volver las cosas a su lugar.

Los movimientos en Túnez, Egipto y el resto de estados del Magreb y el Próximo Oriente tienen una importante componente espontánea. Esta cuestión tiene un aspecto positivo, como es que no hay a su cabeza una organización burocrática determinada con capacidad para ahogarla. Pero también tiene su aspecto negativo: la falta de un programa con el que profundizar la revolución.
Los límites iniciales de la misma se han puesto en el aspecto democrático, en la defensa de las libertades democráticas y la ruptura con el régimen de opresión y terror. Sin embargo -decíamos al inicio- la lucha por la libertad debe comportar necesariamente una lucha por la mejora de las condiciones de vida, un trabajo digno. Y esa necesidad choca necesariamente con un capitalismo que busca salir de la crisis cargándola sobre los trabajadoras/es y apretando más, si cabe, la sobreexplotación de los pueblos.

Texto cedido por la redacción de “Lluita Internacionalista”




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